REGLAS Y CONSEJOS SOBRE INVESTIGACIÓN CIENTÍFICA
(LOS TÓNICOS DE LA VOLUNTAD)
Santiago Ramón y Cajal (1852-1934)
Prólogo de la segunda edición
Costeada por la generosidad del Dr. Lluria.
El libro actual es una reproducción, con numerosos retoques y desarrollos, de mi discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales (sesión del 5 de diciembre de 1897).
Como otras muchas oraciones académicas harto más merecedoras de publicidad, este discurso habría quedado olvidado en los anaqueles de las bibliotecas oficiales, si un querido amigo nuestro, el Dr. Lluria, no hubiera tenido la generosidad de reimprimirlo a su costa, a fin de regalarlo a los estudiantes y a los aficionados a las tareas del laboratorio.
Cree el Dr. Lluria (y Dios le pague tan hermosas ilusiones) que los consejos y advertencias contenidos en dicho trabajo pueden ser, como emanados de un apasionado de la investigación, de algún provecho para promover el amor y entusiasmo de la juventud estudiosa hacia las empresas del laboratorio.
Ignoro si, en efecto, los referidos consejos, expuestos con fervor y entusiasmo quizás un tanto exagerados e ingenuos, tendrán positiva utilidad para el efecto de formar investigadores. Por mi parte diré solamente que, acaso por no haberlos recibido de ninguno de mis deudos o profesores cuando concebí el temerario empeño de consagrarme a la religión del laboratorio, perdí, en tentativas inútiles, lo mejor de mi tiempo, y desesperé más de una vez de mis aptitudes para la investigación científica. ¡En cuántas ocasiones me sucedió, por ignorar las fuentes bibliográficas (y desgraciadamente no siempre por falta de diligencia, sino de recursos pecuniarios) y no encontrar un guía orientador, descubrir hechos anatómicos ya por entonces divulgados en lenguas que ignoraba y que ignoraban también aquellos que debieran saberlas!
¡Y cuántas veces me ocurrió también, por carencia de disciplina y, sobre todo, por vivir alejado de ese ambiente intelectual del cual recibe el investigador novel estímulos y energías, abandonar la labor en el momento en que, fatigado y hastiado, no tanto del trabajo cuanto de mi triste y enervadora soledad, comenzaba a columbrar los primeros tenues albores de la idea nueva!
La rutina científica y la servidumbre mental al extranjero reinaban tan despóticamente entonces en nuestras escuelas, que, al solo anuncio de que yo, humilde médico recién salido de las aulas, sin etiqueta oficial prestigiosa, me proponía publicar cierto trabajo experimental sobre la inflamación (trabajo que, como obra de novicio, fue malo e incompleto, pero que revelaba al fin buenos deseos y afición al trabajo), alguno de los profesores de mi querida Universidad de Zaragoza, y no ciertamente de los peores, exclamó estupefacto: «¡Pero quién es Cajal para atreverse a juzgar los trabajos de los sabios!» Y cuenta que este profesor era por aquellos tiempos (1880) el publicista de nuestra Facultad y una de las cabezas más modernas y mejor orientadas de la misma; pero abrigaba la creencia (desgraciadamente profesada todavía por muchos de nuestros catedráticos, ignoro si con sinceridad o a título de expediente cómodo para cohonestar la propia pereza) de que las conquistas científicas no son fruto del trabajo metódico, sino dones del cielo, gracias generosamente otorgadas por la Providencia a unos cuantos privilegiados, inevitablemente pertenecientes a las naciones más laboriosas, es decir, a Francia, Inglaterra,[1] Alemania e Italia.
Afortunadamente, los tiempos han cambiado. Hoy, el investigador en España no es el solitario de antaño.[2] Todavía no son legión, pero contamos ya con pléyade de jóvenes entusiastas a quienes el amor a la ciencia y el deseo de colaborar en la obra magna del progreso mantienen en confortadora comunión espiritual. Actualmente, en fin, han perdido su desoladora eficacia estas preguntas que todos los aficionados a la ciencia nos hemos hecho al dar nuestros primeros inciertos pasos: Esto que yo hago, ¿a quién importa aquí? ¿A quién contaré el gozo producido por mi pequeño descubrimiento? Si acierto, ¿quién aplaudirá?; y si me equivoco, ¿quién me corregirá y me alentará para proseguir?
Algunos lectores del presente discurso me han advertido, en son de crítica benévola, que doy demasiada importancia a la disciplina de la voluntad, y poca a las aptitudes excepcionales concurrentes en los grandes investigadores. No seré yo, ciertamente, quien niegue que los más ilustres iniciadores científicos pertenecen a la aristocracia del espíritu, y han sido capacidades mentales muy elevadas, a las cuales no llegaremos nunca, por mucho que nos esforcemos, los que figuramos en el montón de los trabajadores modestos. Pero después de hacer esta concesión, que es de pura justicia, sigo creyendo que a todo hombre de regular entendimiento y ansioso de nombradía, le queda todavía ancho campo donde ejercitar su actividad y de tentar la fortuna, que, a semejanza de la lotería, no sonríe siempre a los ricos, sino que se complace, de vez en cuando, en alegrar el hogar de los humildes. Consideremos, además, que todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro, y que aun el peor dotado es susceptible, al modo de las tierras pobres, pero bien cultivadas y abonadas, de rendir copiosa mies.
Acaso me equivoque, pero declaro sinceramente que, en mis excursiones por el extranjero y en mis conversaciones con sabios ilustres, he sacado la impresión (salvada tal cual excepción) de que la mayoría de estos pertenece a la categoría de las inteligencias regulares, pero disciplinadas, muy cultivadas y movidas por avidez insaciable de celebridad. Es más: en alguna ocasión he topado con sabios renombrados inferiores, tanto por sus pasiones como por su inteligencia, al descubrimiento que los sacó de la obscuridad, y al cual llegaron por los ciegos e inesperados caminos del azar. El caso de Courtois[3], del cual ha dicho un ingenioso escritor que no se sabe si fue él quien descubrió el yodo[4], o si el yodo lo descubrió a él, es más frecuente de lo que muchos se figuran.[5]
De cualquier modo, ¿qué nos cuesta probar si somos capaces de crear ciencia original? ¿Cómo sabremos, en fin, si entre nosotros existe alguno dotado de superiores aptitudes para la ciencia, si no procuramos crearle, con las excelencias de una disciplina moral y técnica apropiadas, la ocasión en que se revele? Como dice Balmes[6], «si Hércules no hubiera manejado nunca más que un bastón, nunca creyera ser capaz de blandir[7] la pesada clava[8]».
¡Ojalá que este humilde folleto que dirigimos a la juventud estudiosa sirva para fortalecer la afición a las tareas de laboratorio, así como para alentar las esperanzas un tanto decaídas, después de recientes y abrumadores desastres, de los creyentes en nuestro renacimiento intelectual y científico!
Madrid, 20 de diciembre de 1898.
EDICIÓN Imprenta J. Pueyo (Luna, 29) Madrid, 1923.
Fuente: Project Gutenberg (dominio público) BIBLIO info
1 Biblioenlaces[editar]
1.1 Índice del libro
- Prólogo de la segunda edición • Prólogo de la tercera edición • Prólogo de las últimas ediciones • 1. Consideraciones sobre los métodos generales • 2. Preocupaciones enervadoras del principiante • 3. Cualidades de orden moral que debe poseer el investigador • 4. Lo que debe saber el aficionado a la investigación biológica • 5. Enfermedades de la voluntad • 6. Condiciones sociales favorables a la obra científica • 7. Marcha de la investigación científica • 8. Redacción del trabajo científico • 9. El investigador como maestro • 10. Deberes del Estado en relación con la producción científica • 11. Órganos sociales encargados de nuestra reconstrucción
1.2 Biblioteca
2 Citas[editar]
- Si Hércules no hubiera manejado nunca más que un bastón, nunca creyera ser capaz de blandir la pesada clava. (Jaime Balmes)
notas
- ↑ Inglaterra/Reino Unido
- ↑ antaño, tiempo pasado/hogaño, tiempo presente.
- ↑ Bernard Courtois (1777-1838), químico francés descubridor de la morfina y el yodo.
- ↑
yodo,
iodo: extranjerismo, del francés iode (DLE en línea).
Véase también → Terminesp:halogenación - ↑ El hallazgo del yodo es un ejemplo de serendipia: descubrimiento fortuito o casual (→ DLE en línea).
- ↑ Jaime Balmes (1810-1848), filósofo español. Entre sus obras más conocidas: El Criterio (1845).
- ↑ blandir: mover con la mano algo de un lado al otro, especialmente un arma (DLE en línea). Es verbo regular que antiguamente se consideraba defectivo; conjugación como partir.
- ↑ clava: robusta porra de madera engrosada hacia el extremo opuesto al de su empuñadura. Es el arma preferida por el griego Heracles (Hércules de los romanos).