RECUERDOS DE MI VIDA
Santiago Ramón y Cajal (1852-1934)
TOMO I Mi infancia y juventud
CAPÍTULO XXI
Continúo mis estudios sin grandes mortificaciones. — Mis manías literaria, gimnástica y filosófica. — Proezas musculares. — La Venus de Milo. — Un desafío a trompada limpia. — Amores quijotescos.
Mis tareas de disector, y la mediana atención consagrada a las últimas asignaturas de la carrera, dejábanme horas de asueto, que yo empleaba en satisfacer mis aficiones pictóricas y otros entretenimientos. Precisamente por aquellos años (1871 a 73) surgieron en mí tres nuevas manías: la literaria, la gimnástica y la filosófica.
Digamos algo de estas enfermedades de crecimiento.
Grafomanía[1].—Fué un ejemplo típico de contagio. Reinaba en España, durante la época revolucionaria, cierta peste lírica, agravada con la persistente inoculación del romanticismo francés. Con ocasión de cualquier acontecimiento político, brotaban en los diarios himnos y odas a granel. Los prosistas escribían párrafos nobles y entonados, que parecían poesía (recuérdese al pobre Bécquer, a Donoso Cortés, Quadrado y Castelar) y los poetas componían estrofas que semejaban música. En la novela, nuestro ídolo era Víctor Hugo; en el género lírico, Espronceda y Zorrilla, y en la oratoria, Castelar. Débiles ante la avasalladora sugestión del medio, muchos jóvenes fuimos gravemente atacados de la enfermedad a la moda. Según era de temer, los temperamentos sentimentales como el mío sufrieron mayor estrago que las cabezas frías y utilitarias. Caí, pues, en la tentación de hacer versos, componer leyendas y hasta novelas. Transcurridos algunos años, sobrevino al fin la convalecencia, y con ella el amargo desengaño. Si no estoy trascordado, de entre mis condiscípulos poetas, sólo Joaquín Jimeno continuó escribiendo hasta convertirse en director de un diario político. Pero Jimeno, que llegó a ser después profesor de la Facultad de Medicina y político hábil y prestigioso (pertenecía al partido posibilista), disponía de preparación excelente en gramática y humanidades y de un paladar literario de que yo, por desgracia, carecía.
¿Para qué hablar de mis versos? Eran imitación servil de Lista, Arriaza, Bécquer, Zorrilla y Espronceda, sobre todo de este último, cuyos cantos al Pirata, a Teresa, al Cosaco, etc., considerábamos los jóvenes como el supremo esfuerzo de la lírica. Aparte la música cautivadora del verso y la pompa y riqueza del lenguaje, lo que más nos seducía en la poesía del vate extremeño, era su espíritu de audaz rebeldía, tan semejante al de Lord Byron, conforme hizo notar con sangrienta ironía el Conde de Toreno. Gracias a los buenos oficios del amigo Jimeno, ciertos periódicos locales publicaron bondadosamente algunos de mis versos, plagados, según advertí después, de ripios y lugares comunes. Recuerdo que de todos mis ensayos, el que más éxito alcanzó entre mis condiscípulos, fué cierta oda humorística escrita con ocasión de ruidosa huelga estudiantil.
Mayor influencia todavía ejercieron en mis gustos las novelas científicas de Julio Verne, muy en boga por entonces. Fué tanta, que, a imitación de las obras De la tierra a la luna, Cinco semanas en globo, La vuelta al mundo en ochenta días, etc., escribí voluminosa novela biológica, de carácter didáctico, en que se narraban las dramáticas peripecias de cierto viajero que, arribado, no se sabe cómo, al planeta Júpiter, topaba con animales monstruosos, diez mil veces mayores que el hombre, aunque de estructura esencialmente idéntica. Con relación a aquellos colosos de la vida, nuestro explorador medía la talla de un microbio: era, por tanto, invisible. Armado de toda suerte de aparatos científicos, el intrépido protagonista inauguraba su exploración colándose por una glándula cutánea; invadía después la sangre; navegaba sobre un glóbulo rojo; presenciaba las épicas luchas entre leucocitos y parásitos; asistía a las admirables funciones visual, acústica, muscular, etc., y, en fin, arribado al cerebro, sorprendía el secreto de la vibración del pensamiento y del impulso voluntario. Numerosos dibujos en color, tomados y arreglados —claro es— de las obras histológicas de la época (Henle, van Kempen, Kölliker, Frey, etc.), ilustraban el texto y mostraban al vivo las conmovedoras peripecias del protagonista, el cual, amenazado más de una vez por los viscosos tentáculos de un leucocito o de un corpúsculo vibrátil, librábase del peligro merced a ingeniosos ardides. Siento haber perdido este librito, porque acaso hubiese podido convertirse, a la luz de las nuevas revelaciones de la histología y bacteriología, en obra de amena vulgarización científica.
Manía gimnástica.—Criado en los pueblos y endurecido al sol y al aire libre, era yo a los dieciocho años un muchacho sólido, ágil y harto más fuerte que los señoritos de ciudad. Ufanábame de ser el más forzudo de la clase, en lo cual me engañaba completamente. Harto, sin duda, de mis bravatas, cierto condiscípulo de porte distinguido, poco hablador, de mediana estatura y rostro enjuto, invitóme a luchar al pulso, ejercicio muy a la moda entre los jóvenes de entonces. Y, con gran sorpresa, advertí que mi contrincante me dominó fácilmente. Mi amor propio sufrió profunda humillación. Quise averiguar cómo había adquirido mi rival aquella fortísima musculatura, y me confesó ser ferviente cultivador de la gimnasia y de la esgrima. «Si en hacer gimnasia consiste el tener fuerza —contesté con arrogancia—, continúa preparándote, porque antes de cuatro meses habrás sido vencido.» Una sonrisa escéptica acogió mi baladronada. Pero yo poseía un amor propio exasperado, y el bueno de Moriones no sabía con quién trataba.
Al día siguiente, y sin decir nada a mi padre, presentéme en el gimnasio de Poblador, situado entonces en la Plaza del Pilar. Después de algunos regateos, convinimos en[2] cambiar lecciones de fisiología muscular (que él deseaba recibir para dar a su enseñanza cierto tono científico), por lecciones de desarrollo físico. Gracias a este concierto, mi padre, que no debía desembolsar un cuarto, ignoró que su hijo se había agenciado una distracción más.
Comencé la labor con ardor extraordinario, trabajando en el gimnasio dos horas diarias. Además de los ejercicios oficiales, me impuse cierto programa progresivo, ora añadiendo cada día peso a las bolas, ora exagerando el número de las contracciones en la barra o en las paralelas. Y sostenido por una fuerza de voluntad que nadie hubiera sospechado en mí, no sólo cumplí mi promesa de triunfar del amigo Moriones, sino que antes de finar el año vine a ser el joven más fuerte del gimnasio. Poblador estaba orgulloso de su discípulo, y yo entusiasmado al reconocer cuán fácilmente habían respondido mis músculos al estímulo del sobretrabajo.
Mi aspecto físico tenía poco del de Adonis. Ancho de espaldas, con pectorales monstruosos, mi circunferencia torácica excedía de 112 centímetros. Al andar, mostraba esa inelegancia y contoneo rítmico característicos del Hércules de feria. A modo de zarpas, mis manos estrujaban inconscientemente las de los amigos. El bastón, transformado en paja a causa de mi sensibilidad embotada, debió ser sustituído por desaforada barra de hierro (pesaba 16 libras), que pinté al óleo, imitando un estuche de paraguas. En suma, vivía orgulloso y hasta insolente con mi ruda arquitectura de faquín[3], y ardía en deseos de probar mis puños en cualquiera.
De aquella época de necio y exagerado culto al biceps guardo dos enseñanzas provechosas: Es la primera la persuasión de que el excesivo desarrollo muscular conduce casi indefectiblemente a la insolencia y al matonismo. Hace falta ser un ángel para enfrenar[4] de continuo fibras musculares hipertróficas inactivas, ansiosas, digámoslo así, de empleo y justificación. Y como no es cosa de servirse de ellas cargando fardos, se experimenta singular inclinación en utilizarlas sobre las espaldas del prójimo. Con las energías corporales ocurre lo que con los ejércitos permanentes: la nación que ha forjado el mejor instrumento guerrero acaba siempre por ensayarlo sobre las naciones más débiles o harto descuidadas.
La segunda enseñanza fué averiguar un poco tarde que el ejercicio físico en los hombres consagrados al estudio debe de ser moderado y breve, sin traspasar jamás la fase del cansancio. Fenómeno vulgar, pero algo olvidado por los educadores a la inglesa, es que los deportes violentos disminuyen rápidamente la aptitud para el trabajo intelectual. Llegada la noche, el cerebro, fatigado por el exceso de las descargas motrices —que parecen absorber energías de todo el encéfalo—, cae sobre los libros con la inercia de un pisapapeles. En tales condiciones, parece suspenderse o retardarse la diferenciación estructural del sistema nervioso central; diríase que las regiones más nobles de la substancia gris (las esferas de asociación) son comprimidas y como ahogadas por las regiones motrices (centros de proyección). Tales procesos compensadores explican por qué la mayoría de los jóvenes sobresalientes en los deportes y demás ejercicios físicos (hay excepciones) son poco habladores y poseen pobre y rudo intelecto.
Yo estuve a punto de ser víctima irremediable del embrutecimiento atlético. Y aun creo que ciertos defectos mentales tardíos, de que nunca he logrado corregirme, representan el fruto de aquella funesta manía acrobática. Por fortuna, las enfermedades adquiridas más tarde en Cuba, debilitando mi sangre y eliminando sobrantes musculares, trajéronme a una apreciación más noble y cuerda del valor de la vida.
El prurito de lucir el esfuerzo de mi brazo me arrastró más de una vez, contra mi temperamento nativamente bonachón, a parecer camorrista y hasta agresivo. Deseo referir una aventura típica, que retrata bien, aparte los efectos de mi energía física, el estado de espíritu de aquella generación candorosamente romántica y quijotesca.
Vivía en la calle del Cinco de Marzo cierta bellísima señorita de rostro primaveral, realzado por grandes ojos azules. A causa del clasicismo impecable de sus líneas y de la pompa discreta de sus formas, llamábamosla la Venus de Milo. Varios estudiantes rondábamos su calle y mirábamos su balcón, sin que la candorosa niña se percatara, al parecer, del culto platónico de que era objeto.
Más que amor verdadero, sentía yo hacia ella admiración y entusiasmo. Era el arquetipo, la hermosura ideal, el excelso modelo de diosa que, de ser posible, hubiera trasladado al lienzo, con veneración y recogimiento casi religiosos. Mis sentimientos fueron tan respetuosos y platónicos, que jamás osé escribirla. Mi pasión —si tal puede llamarse aquel singular estado sentimental—, se satisfacía plenamente mirándola en el balcón o en la calle, o contemplando cierta fotografía que, mediante soborno, me procuró un aprendiz del establecimiento fotográfico de Júdez. Sólo una vez la hablé, y no a cara descubierta, sino disfrazado por Carnaval, y aprovechando cierta fiesta celebrada en la plaza de toros. Parecióme joven discreta y de bastante instrucción. Habiéndola oído celebrar las bellezas del Monasterio de Piedra[5], le remití por correo un precioso álbum de fotografías de aquel admirable lugar, álbum que yo guardaba cual tesoro inestimable. Ni siquiera tuve el valor de dedicarle el obsequio.
Cierta noche paseaba yo, como de costumbre, por la referida calle del Cinco de Marzo, haciendo sonar aparatosamente en las aceras mi formidable garrote, cuando vino a mi encuentro un joven de mi edad, macizo, cuadrado y robusto. Sin andarse con presentaciones ni andróminas, el tal sujeto prohibióme terminantemente pasear la calle donde vivía la señora de nuestros coincidentes pensamientos, so pena de propinarme monumental paliza. Ante tanta audacia, mi dignidad de perdonavidas quedó asombrada. No conocía a mi rival; pero al notar sus arrestos, caí en la cuenta de que debía ser un tal M., alumno de la carrera de Ingenieros, el cual, a fuerza de repartir garrotazos, había llegado a ser dueño casi exclusivo del cotarro.
Naturalmente, habríame creído deshonrado accediendo a tan descortés invitación; de ello hubieran protestado, además de la negra honrilla, los millones de fibras musculares inactivas que deseaban lucirse a poca costa. Quedó, pues, concertado un lance a estacazo limpio, que se había de efectuar aquella misma noche en los sotos del Huerva. Por cierto que las frases altivas cambiadas entre ambos campeones mientras caminaban río arriba, en dirección del campo del honor, fueron tan fanfarronas como risibles.
—¿Qué carrera cursa usted? —interrogó mi adversario.
—Estudio la de Medicina y pienso graduarme el próximo año.
—¡Lástima que esté usted tan adelantado!...
—¿Y usted? —pregunté yo a mi vez un tanto escamado.
—Me preparo para la de Ingenieros de caminos, y pienso ingresar este mismo curso.
—Menos mal —repliqué yo, devolviéndole la zumba.
En estas y otras arrogancias, llegamos al terreno. Nos despojamos de los abrigos. En vista de la desigualdad de los garrotes (he dicho que el mío era una barra), convinimos en acometernos a puñetazo limpio, debiendo considerarse vencido quien primeramente fuera derribado. Era una especie de lucha greco-romana, según se estila ahora, aunque sin tantos miramientos. Nos cuadramos, y acordándome yo sin duda de los ingleses al comenzar la batalla de Fontenoy, exclamé: «Pegad primero, caballero M.».
Ni corto ni perezoso, mi contrincante me asestó en la cabeza tres o cuatro puñetazos estupefacientes que levantaron ronchas y me impidieron después encasquetarme el sombrero. Por dicha, disfrutaba yo entonces de un cráneo a prueba de bombas y soporté impertérrito la formidable embestida. Llegado mi turno, tras algún envión de castigo, cerré sobre mi rival, levantéle en vilo y, rodeándole con mis brazos de oso iracundo, esperé unos instantes los efectos quirúrgicos del abrazo. No se hicieron esperar: la faz de mi adversario tornóse lívida, crujieron sus huesos y, perdido el sentido, cayó al suelo cual masa inerte. Al contemplar los efectos de mi barbarie, sufrí susto terrible, pues sospeché que lo había asfixiado o que, por lo menos, le había producido alguna grave fractura.
No fué así, afortunadísimamente. Movido a compasión y arrepentido de mi brutalidad, socorríle solícito y tuve la alegría de verle salir de su aturdimiento y recobrar el resuello. Ayudéle a levantar y vestir; limpié su ropa, manchada con la arena húmeda del Huerva, y sus labios, enrojecidos por la sangre; y en vista de que caminaba difícilmente, ofrecíle mi brazo y le acompañé hasta su casa.
Antes de entrar en ella, mi rival balbuceó con acento de triste resignación: «Puesto que me ha vencido usted, renuncio a mis pretensiones y queda usted dueño del campo». «No hay tal», repliqué, haciendo alarde de generosidad y nobleza. «Disputamos sobre la posesión de algo que carece de realidad. Ni usted ni yo nos hemos declarado al objeto de nuestras ansias. Escribámosle sendas cartas. Que ella decida entre los dos, si desea decidirse.» Al verme tan razonable y desinteresado, excusó anteriores arrogancias, confesándome que aquella mujer le tenía sorbido el seso. Estaba decidido a casarse con ella en cuanto acabara la carrera.
Días después M., repuesto ya del lance, volvió a la calle, saludóme afectuoso y me dijo con aire de profunda amargura:
—He sabido una cosa tremenda, que me ha contrariado extraordinariamente: la señorita X, a quien creíamos pobre, posee una dote de 50.000 duros. Desisto, pues, con hondísima pena, de mis pretensiones. Si la escribo y acepta mi pretensión, ¿no pensarán todos que le hago la corte por codicia?
—Tiene usted razón —respondí, consternado—. Abandonemos una empresa imposible.
Y, en efecto, no volvimos a pensar en la famosa Venus de Milo.
¡Así éramos entonces!... Entre los jóvenes de hoy, ¿habrá alguno que no encuentre ridículo o imbécil nuestro candor?
M. y yo acabamos por ser excelentes camaradas. Gran celebrador de mis músculos, quiso conocer el secreto de su fuerza. Y cuando le señalé el gimnasio de Poblador, acudió a él lleno de entusiasmo. Mi rival de un día transformóse a su vez en formidable atleta. Algo taciturno, sumamente formal y discreto, ferviente cultivador de las matemáticas, M. acabó brillantemente su carrera de ingeniero.
A riesgo de incurrir en pesadez, paso a referir brevemente otros dos pequeños éxitos de vanidad muscular. Sírvame de disculpa la devoción, hoy muy a la moda, hacia la llamada cultura física.
Ocurrió el primer lance en el pueblo de Valpalmas, que visité a los veinte años, encargado por mi padre de cobrar algunos créditos atrasados. Alojéme en casa de antiguo amigo de mi familia, el Sr. Choliz, comerciante rumboso que me colmó de atenciones y agasajos. Cumplida en parte la comisión, fuí invitado a presenciar las fiestas, que se inauguraban dos días después. Conforme a usanza general en Aragón, los festejos proyectados consistían en carreras a pie y en sacos, cucañas, funciones de piculines (saltimbanquis), juegos de la barra y de pelota, etc.
Mi afición a los deportes me llevó cierta mañana a presenciar el airoso y viril juego de la barra, celebrado al socaire del alto muro de la iglesia; y cuando más embebido estaba en el espectáculo, uno de mis acompañantes me dijo con sorna:
—Éstos no son juegos pa señoritos... Pa ustedes el dominó, el billar, ¡y gracias!...
—Está usted equivocado —le respondí—. Hay señoritos aficionados a los ejercicios de fuerza, y que podrían, con algo de práctica, luchar dignamente con ustedes.
—¡Bah! —continuó el socarrón—. Pa manejar la barra son menester manos menos finas que las de su mercé. La juerza se tiene manejando la azada y dándole a la dalla.
Y cogiendo el pesado trozo de hierro, me lo puso en las manos, diciendo: ¡Amos a ver qué tal se porta el pijaito[6]!...
Picado en lo más vivo del amor propio, empuñé enérgicamente la poderosa barra, me puse en postura, y haciendo formidable esfuerzo, lancé el proyectil al espacio. ¡Sorpresa general de los matracos[7]!: contra lo que se esperaba, mi tiro sobrepujó a los más largos.
—¡Caray con el señorito y qué nervios tiene!... —exclamó un mirón.
Pero mi guasón, mozo fornido y cuadrado, no dió[8] su brazo a torcer[9]; antes bien, haciendo una mueca desdeñosa, añadió:
—¡Bah!... Esto es custión d’habilidá... Probemos algo que se pegue al riñón. ¿A que no se carga usted tan siquiera una talega de trigo? (cuatro fanegas).
Al llegar a este punto, mi orgullo de atleta, contenido hasta entonces por consideración al huésped y a los acompañantes, se sublevó del todo. Y a mi vez osé interrogarle:
—Y usted que presume de bríos, ¿cuánto peso carga usted?
—Pus estando descansao no me afligen siete fanegas. Pero los más forzudos del pueblo pueden con el cahiz (ocho fanegas).
—Venga, pues, ese cahiz de trigo y veamos quién de los dos puede con él.
Formóse corro, acudió el alcalde, y de común acuerdo, nos trasladamos a casa de cierto tratante, en cuyo patio (portal) yacían muchos sacos de trigo. Buscóse una saca de grandes dimensiones; se midieron a conciencia las ocho fanegas, aferré con ambos brazos la imponente mole, y merced a poderoso impulso, el señorito de cara pálida y huesosa cargó con el cahiz. ¡Me porté, pues, como un hombre!... En cambio, mi zumbón no pasó de las siete consabidas fanegas.
El asombro de los matracos llegó al colmo. A los ojos de aquellos labriegos, adoradores de la fuerza bruta, adquirí de repente enorme prestigio. Y el triunfo sobre mi contrincante se celebró alegremente con baile y lifara (alifara)[10] al aire libre. Por cierto que en la clásica jota tomaron parte mozas arrogantes con quienes de niño había yo correteado y jugado a los pitos. Algunas de ellas me dirigían miradas que parecían caricias.
La otra hazaña gimnástica tuvo carácter acrobático. Cierta noche en que toda mi familia regresaba tarde del teatro, se encontró con que, por extravío de la llave del portal, no podía entrar en casa. Era domingo, la una de la madrugada y desesperábamos de[11]encontrar cerrajero. En un santiamén trepé a los balcones del primer piso, afianzándome en las rejas del entresuelo; me deslicé temerario por las cornisas de la fachada; abrí después un balcón; penetré en la habitación, y en fin, abrí la puerta por dentro. Mi arrojo y serenidad hallaron aquella noche gracia a los ojos de mis padres, que veían recelosamente mi creciente ardor por la gimnasia.
Manía filosófica.—Después de la chifladura gimnástica caí, por reacción compensadora, en la locura filosófica. Diríase que las pobres células cerebrales de asociación, postergadas por el cultivo excesivo de las motrices, invocaban a gritos su derecho a la vida. Amainé, pues, poco a poco en mi necia vanidad atlética, echando de ver, al fin, que había cosas harto más respetables y apetecibles que el alarde de la fuerza bruta. Aun en el terreno de la competición personal, acabé por encontrar más meritorio reducir a un adversario con razones que con trompadas. Volví, pues, a mis abandonados libros de filosofía. A los volteos acrobáticos sucedieron las piruetas dialécticas. En mi afán de saber cuanto acerca de Dios, el alma, la substancia, el conocimiento, el mundo y la vida habían averiguado los pensadores más preclaros, leí casi todas las obras metafísicas existentes en la biblioteca de la Universidad y algunas más proporcionadas por los amigos. A decir verdad, esta manía razonadora no era nueva en mí, según consta en capítulos anteriores: asomó ya durante mis estudios del Instituto; pero después de la Revolución (años de 1871 a 75) tuvo peligroso recrudecimiento.
Paréceme que por aquel tiempo esta afición no era del todo sincera; lo fué, sin duda, más adelante. Pero entonces, antes que meditar honradamente sobre tan altos asuntos, deseaba apropiarme los ardides de la sofística para asombrar a los amigos. Con este espíritu de frívola curiosidad fueron leídas, y no siempre entendidas, las obras de Berkeley, Hume, Fichte, Kant y Balmes. Por fortuna, las obras de Hegel, Krause y Sanz del Río no figuraban en la biblioteca universitaria. Yo me perecía por las tesis radicales y categóricas. Adopté, por consiguiente, el idealismo absoluto. A la verdad, el gallardo idealismo de Berkeley y Fichte teníanme cautivado. Ni se ha de olvidar que, por aquella época, era yo ferviente y exagerado espiritualista.
Con un ardor, digno de mejor causa, pretendía refutar, ante mis camaradas un poco desconcertados, la existencia del mundo exterior, el noumenon[12] misterioso de Kant, afirmando resueltamente que el yo, o por mejor decir, mi propio yo, era la única realidad absoluta y positiva. Como es natural, los amigos Cenarro, Pastor, Senac, Sierra y otros, a quienes mortificaba a diario con mis latas, se resistían a ser considerados como meros fenómenos o creaciones de mi autocrático yo, y protestaban enérgicamente contra mis sofismas de guardarropía. En el fondo, estaba tan seguro como ellos de la objetividad del mundo; pero me seducían las paradojas y los malabarismos dialécticos.
Excusado será advertir que tan pueril juglarismo de leguleyo contribuyó muy poco a mi formación espiritual, a menos que se consideren como ganancias positivas cierta agilidad de pensamiento y algo de sano escepticismo. Sin embargo, la citada afición a los estudios filosóficos, que adquirió años después caracteres de mayor seriedad, sin transformarme precisamente en pensador, contribuyó a producir en mí cierto estado de espíritu bastante propicio a la investigación científica. De ello trataremos oportunamente.
EDICIÓN Imprenta y Librería de Nicolás Moya, Madrid 1917
Fuente: Project Gutenberg (dominio público) BIBLIO info
1 Biblioenlaces[editar]
1.1 Índice del libro
TOMO I
Mi infancia y juventud
- Advertencia al lector • 1. Mis padres • 2. Excursión tardía a mi pueblo natal • 3. Mi primera infancia • 4. Mi estancia en Valpalmas • 5. Ayerbe • 6. Desarrollo de mis instintos artísticos • 7. Mi traslación a Jaca • 8. El padre Jacinto, mi dómine de latín • 9. Continúan mis distracciones • 10. Mi regreso a Ayerbe • 11. Dispone mi padre llevarme a Huesca a continuar mis estudios • 12. Mis nuevos compañeros de algaradas • 13. Las vacaciones • 14. Mi padre me acomoda de aprendiz en una barbería • 15. Inquina de mi catedrático de griego • 16. Vuelta al estudio • 17. El ferrocarril y la fotografía, dos inventos que me causaron indecible asombro • 18. Revolución de septiembre en Ayerbe • 19. Comienzo en Zaragoza la carrera médica • 20. Mis catedráticos de Medicina • 21. Continúo mis estudios sin grandes mortificaciones • 22. Recién licenciado en Medicina, ingreso en el cuerpo de Sanidad Militar • 23. Llegada a La Habana • 24. Mis distracciones en San Isidro • 25. Me traslado a La Habana, donde recaigo de mi dolencia
Índice de la obra (dos volúmenes)
1.2 Biblioteca
2 Locuciones y expresiones[editar]
- dar alguien su brazo a torcer:
Rendirse, desistir de su dictamen o propósito (locución verbal).
- ... Pero mi guasón, mozo fornido y cuadrado, no dio su brazo a torcer; antes bien, haciendo una mueca desdeñosa...
notas
- ↑ grafomanía: de grafo- y manía → base compositiva culta
- ↑ convinimos en → complementos de régimen
- ↑ faquín: mozo de cuerda
- ↑ enfrenar~refrenar (sinonimia)
- ↑ Monasterio de Piedra (siglo XII), cisterciense, en Nuévalos (Zaragoza).
- ↑ pijaito: petimetre, señorito presuntuoso (aragonés).
- ↑ matracos~baturros (sinonimia): rústicos aragoneses.
- ↑
dió,
dio: monosílabo sin tilde.
- ↑ no dio su brazo a torcer: locución
- ↑ alifara: en Aragón, convite o merienda, en especial como robra de una venta o convenio (DLE en línea).
- ↑ desesperábamos de: complemento de régimen.
- ↑
noumenon,
noúmenon (griego): lo pensado, lo que es en sí → noúmeno (DLE en línea)